Te encantaría conocerle, descubrir como me mira con los ocelos llenos de bonitas intenciones. Me acaricia suave la tez, nunca del mismo modo que tu lo hacías, sin embargo, es celestial verle idealizar mis poros.
Me hace feliz, en lo posible, aunque gruña, o grite, o deserte de lo inevitablemente humano. Me busca tierno y no renuncia de mi cama hasta no contemplarme sonreír. Empleamos infinitas horas, tendidos sobre la tela añil, simplemente haciéndonos cuestiones estúpidas o gozando del cálido silencio.
Es como un sueño.
En ocasiones, le miro y advierto que todos deberíamos aprender de él, pues no busca los confortables caminos, se trata de un ser insaciable, repleto de racionalidad y constituido de bondad. Desconozco si algo tiene que ver con su educación cristiana, pero tolera incluso los momentos en los que blasfemo sobre dios. Tampoco consume drogas, o al menos, no tanto como el resto. O como tu.
Es tan inteligente; te gustaría verle platicar sobre todo lo que le apasiona, sobre lo que aún desconoce pero conocerá, sobre mí. Musita dulcemente sobre mi oído, con tantos e increíbles términos que nunca antes había escuchado, adjetivos que siempre se habían vislumbrado sumamente remotos... Y me hace experimentarlos, transformándome en algo que jamás concebí alcanzaría.
Se angustia por mi falta inmedible de autoestima, y se escinde en dos la piel, entregándome sus imperfecciones como muestra de comprensión.
Me hace soñar.
No es un músico, ni un poeta, ni un alma fracturada, ni una desgracia o una genialidad. No es nada que él no desee ser. Es doblemente humano. Y, sin embargo, realiza tantas muchas cosas bien...
Desearías tratarle sabiendo que estoy viva, en este preciso momento, mientras me besa los lunares. Es agudo, comenta que no se detendrá nunca aunque el frío invernal se lleve mis pecas. Y con él las horas. Acaricio sus labios con mis labios y siento que podría emplear incalculables horas, si solamente advirtieses su fragancia de relente otoñal, cobriza, aunque él sea verano hasta los vértices.
Te encantaría porque me llama Blancanieves cada setenta y dos horas y le fascina cuando me engalano en el abrigo rojo para salir a bailar, porque es noble, porque le hablo de ti y no le incomoda. Por qué no se dónde estás.
Me río cada minuto, cada segundo, de su entrañable necedad, y adoro el fulgor de confusión en su faz. Es realmente una criatura bella, de claros ojos y manos níveas e infinitas, a la que le sienta formidable rasurarse el cabello al uno. Continua relumbrando con el sol, encubriéndose en el trigal.
Pero es él aún más insignificante que yo, con sus diminutos fallos, sus manías ridículas, sus ambiciones humanas, que tanto desprecio.
Y yo no busco soñar, ansío vivir, gozar del presente como si el pecho me fuese a estallar, y brotasen petunias en vez de costillas o fuegos de colores en lugar de un corazón. Pensar en las flores amarillas o el mar indómito golpeando las rocas y saber que estoy inundada hasta los cantos de férreo vigor. Gritar. Hacerlo jodidamente firme.
Tengo miedo de no volver a sentir. Pavor por no descubrir la química que nos anexa en otros ojos que no sean los tuyos...
Ojalá conocieses al alma que me ha restituido de ganas de llorar. Comprender que no eres tú, pero que, al menos, he vuelto a soñar.
Y con eso voy tirando.
https://www.youtube.com/watch?v=NFyOt__GxF0
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