
Cualquier alma amante de las buenas leyendas conoce uno de los más repetidos relatos a lo largo de los años, transmitido únicamente a través de las sabias voces de madres, soñadores e ilustrados profetas de la historia de los tiempos. Debo de ser uno de esos valientes que se atreve a plasmar en papel la breve historia capaz de cambiar pensamientos y modificar conductas en un desastroso mundo, donde lo que prima es la avaricia y el poder…
Dicen las lenguas más eruditas que en una desconocida y seca provincia perteneciente a un país de costumbres occidentales, abruptas montañas e integrantes codiciosos, un rey llamado Alfonso decidió construir el mayor castillo nunca visto. Desde las profundidades de la tierra, entre raíces, elevó muros y creó un acogedor pero descomunal habitáculo. Nuestra fortaleza contaba con nada menos que siete plantas con numerosas habitaciones, cada cual más pintoresca; casi como arrancada de diferentes temperamentos. Lo adornó con diáfanas ventanas, que en cada uno de los pisos se dejaban atravesar por un color del arcoíris, célebres cuadros y múltiples espejos que danzaban por las majestuosas salas.
Sin embargo, este rey, que gozaba de una maravillosa imaginación y gusto por la ornamentación, carecía de los dones del amor, la capacidad de amar y el arte de sentirse querido. Este desgraciado destino era consecuencia de la mas malévola de las maldiciones, pues una perversa bruja, celosa de todo su poder, le condenó a no poder jamás conocer a su alma gemela, esa de la que hablaban ya los griegos en sus mitos andróginos. Esta, una bella mujer con dotes para la medicina y el saber, viviría cuantiosos lustros después y, por tanto, les seria materialmente imposible llegar a saber el uno del otro.El rey Alfonso, entristecido por su fatalidad y cansado de evadir sus raciocinios entre arquitectura y decoración ostentosa, emprendió un camino en busca de la solución. Tras numerosos meses divagando cual espectro entre los aposentos, tomó una decisión: hacer saber de generación en generación que habría una bella dama en la capital que algún día no se vería capaz de hallar un príncipe azul, con origen de esta desgracia en el horror del poder y la envidia. Una inocente sin ningún tipo de culpa, se vería afligida durante cierto tiempo de su vida, aunque también como gran parte de la población que, hazañas del destino, no se encuentra con su otro yo, su gran amor. Dictaminó que debía ser tratada como una reina, su esposa, y gracias a la ayuda de muchos de los mejores magos y prestidigitadores de la época lo dejó escrito y sentenciado en el destino del mundo.
Siglos después, nació en una fría ciudad de gótica arquitectura una bella niña de cabellos dorados y facciones estrictas, que creció y se transformó en una mujer marcada por el ansia del conocimiento y que se veía idolatrada por gran parte de la población masculina que la vislumbraba. Todos y cada uno de los hombres de la región volteaban su cabeza, sorprendidos de su magnificencia, cada vez que ella pasaba. Resolvió esta, emprender un viaje en la travesía de la medicina y las artes curativas de la época. El azar balanceó su ágil cuerpecito hasta un castillo conservado con esmero durante cientos de primaveras; donde habitaría hasta que consiguiese uno de los propósitos con mayor relevancia en su vida.
Tal y como predijo aquella malvada hechicera, en numerosas ocasiones se vislumbraba embestida por la aflicción de no discernir si encontraría alguien enteramente complementario a ella.
Conoció en la famosa alcazaba a ocho maravillosas damas, un tanto mágicas, próximas a aquellos cuentos de hadas, que seguirían sus pasos, uno tras otro, la apoyarían y harían de su vida un continuo trajín de maravillosas anécdotas que contar, carcajadas con olor a sueño y algún que otro momento de desconsuelo. Eran, sin duda, un punto sobre el que rotar y amenizar la dureza del nuevo planeta.
Las mayores autoridades, una vez descubrieron de quien se trataba, le hicieron entrega de una carta que llevaba esperando demasiado tiempo a su destinatario. En ella, la letra clara, curva, como expirada de una mano que no quería abandonar el papel, y llena de sentimiento; le contaba como podría sentir la pena en numerosas ocasiones, llorar desconsoladamente, infravalorar cualesquiera de los dones que algún ser superior pudiera haberle dado, pero que seguiría viviendo. Viviría, respiraría, coexistiría, subsistiría y sobreviviría. Lo haría del mismo modo que cualquiera, quizá con esas evidentes ventajas de las que una soberana goza, pero con el don del sentimiento.
Quería con esa misiva hacerle saber que, en ocasiones, hay un amor más poderoso que cualquiera de los establecidos desde el principio de los tiempos, un afecto capaz de ser elegido y que le daría en una balanza final mayores logros que cualesquiera de los imaginados por el hombre. Hablaba de una amistad que se concibe y desarrolla desde un pequeño cúmulo de desgastada arenilla hasta el levantamiento de un hermoso castillo. Pues conocemos el valor material, pero no el inmedible sacrificio de lo que ha supuesto llegar hasta la piedra de su cima. Debería interpretar que ella sería capaz de valorarse como es, porque su rey conocía que era completa de ese modo, si no, ¿cómo podría enamorarse de una idea, una ilusión siglos atrás?
Desde aquel preciso instante nuestra protagonista dominaría uno de los más valorados juicios de la historia. Ella era el pilar de su propio cuento, y no importaba cuantos obstáculos se viesen impresos en su ventura, que podría aventajarse a ellos. La supremacía o poder jamás lograrían derrocar el ideal de un hombre o el amor y la amistad que estableciese con otros. ¿Acaso no conoció, de una manera u otra, al que se supone se podría llamar su otra mitad? No hay límites frente a un deseo que no se puedan superar.
"Ojalá ser tan linda como vos,
tan pura como vos.
Ojalá el amor que incitas,
os llame un día a la puerta,
ojalá vos llamando a la mía."
Alfonso VIII de Castilla, el Noble.
O Alicia Tirados, la impura, qué más da.
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