La nieve de tus párpados aun me roza la tez. Formas parte de mi patrimonio corrompido, de mi ser, y de nada valdrán las insignificantes luchas que amenazan al temor o a las feas costumbres, a las que oigo reir sarcasticamente ante el eco de la voz superación. Porque seguirás, para siempre, anclada en mi piel.
En multitud de ocasiones he creído, o afirmado mejor, que mis pensamientos son aquellos que avasallan las mentes de los que un día deciden quitarse la vida. Un repiqueteo constante de cuestiones ilimitadas, se despiertan contigo al llegar la mañana y conforman tristemente tus abrazos diarios, pues llevan a preguntarte si esa es la muestra de cariño que te ofrece la vida, el razocinio.
No es fácil asumir la verdad sobre tu comportamiento, no son fáciles los diagnósticos, el movimiento que realizó tu madre para llevarse las manos a la cabeza, tu padre cabizbajo apagando la mirada musical que antes os unía, tus compañeros arrancándote en cada trágico despertar las ponzoñosas sabanas de encima, es complicado saber que tu mundo al completo esta en su interior. Esperas que termine pronto, confías tanto en ese poder de convicción que, sin embargo, desconoces que es ahora el hálito de tu vida. Se eterniza el mundo entre tus hombros, recuerdas la velocidad del pasado, la ligereza de un planeta que te abria celestialmente sus puertas, el paso de la ingravidez a la ataxia, pues actualmente apenas puedes arrastrar los pies para alcanzarte, a ti misma. Los meses se acumulan en un edredón cubierto de sudor, y sabes que la mejoría no esta por llegar. Todo tu mundo a cámara lenta. Atrapada entre las costuras que un día te oyeron gemir, tornas tu cuerpo en otra dirección, ¿quizás deseando que la veleta de tu vida se mueva contigo? Pero hay un peso anclado en los tarsos de tus párpados y este hunde tu cuerpo hasta avernos aun no descubiertos. A menudo, escuchas en tu mente el rezo ligero, sordo, casi visceral, para que alguien te devuelva las ganas de comer. Aquellas nimiedades que elevaban las comisuras de tus labios y se mecían en tus pestañas, ya no levantan ni la mas mínima de tus pasiones. Despiertas bañada en interrogantes sobre cómo o para qué continuar intentándolo si el todo y la nada han dejado de merecer motivación. Nada requiere tu sonrisa. Todo está roto. Tampoco posees tiempo para alimentarte, para desear o si quiera llorar, suplido por el infinito camino del sofá a la cama, de la cama al sofá, lento, grácil, infinito. Llevas meses creyendo que se trata simplemente de un mal día, que se hizo eterno, dejo de girar, y la tuerca, el engranaje, tornará a mejores tiempos; porque mereces el mal, el castigo, pero no la sentencia de dios. Interminable, como un grillete que te ancora al infierno terrenal. La misma triste cancion que disminuye tu ánimo atascada en el repeat, en un atisbo de masoquismo justificado, porque ya nada puede ir a peor, un continuo patológico de desastrosos hechos que simplemente no puede desaparecer. La anhedonia, la culpabilidad, la disergia o la incapacidad. Te preguntas, cómo, siendo el principal motivo del ser humano el sentirse amado, podría sucederte a ti, incapaz de querer tus propios bordes. Quién elegiría caminar contigo cuando demoras horas infinitas para tomar la ruta, y una vez vivida, berrea en ti la eterna cuestión sobre si fue lo correcto. Estoy harta de fingir, hastiada del tiempo, del ser humano, de poseer sólo el recuerdo de una mirada que nunca mas me besará las cuencas. Cansada de sobrevivir.
Hasta que de repente, en un espasmo dinámico, alzas tu cuerpo en busca del mundo exterior. Lo denominan alegría patológica, porque el cambio de piel es injustificado y fugaz; ansias volar, reír, y disfrutas cada nimiedad como si el mundo entero diese vueltas a su alrededor, y el entorno, que antes se preocupó desmesuradamente por tus llantos secos, ríe ahora contigo.
Eres una montaña rusa de explosivos, lo que nada entre tus vértices se adapta a la transformación alterna de tu alma, la metamorfosis de Ovidio hecha carne. Te ves repleta de todo; alguien que te agarre las nalgas y te susurre, dinero suficiente y la inteligencia precisa como para no saltar al precipicio, que antes se imaginaba inefablemente oscuro. Mirarte al espejo y sonreír. La plenitud, la satisfacción y el climax. Llorar con el beso de una madre a su más preciado apéndice. Es una nube. Es un día soleado todos los días. Y por las noches fantasear con el cronómetro a cero. Besar sin miedo. Besar con ganas. Enamorarte de una, de dos, de tres almas, e idealizarlas hasta vomitar. Viajar es nutrientre, con sus inmensos parajes, las nuevas caras, las conversaciones absurdas en la carretera, preguntas inmortales que nunca te atreviste a realizar, ver el Sol nacer en cada una de sus perspectivas, el mar desde lejos, o desde sus adentros. Llora por reír. Y piensas: "Ojalá nunca se acabe este abril".
No es fácil asumir la verdad sobre tu comportamiento, no son fáciles los diagnósticos, el movimiento que realizó tu madre para llevarse las manos a la cabeza, tu padre cabizbajo apagando la mirada musical que antes os unía, tus compañeros arrancándote en cada trágico despertar las ponzoñosas sabanas de encima, es complicado saber que tu mundo al completo esta en su interior. Esperas que termine pronto, confías tanto en ese poder de convicción que, sin embargo, desconoces que es ahora el hálito de tu vida. Se eterniza el mundo entre tus hombros, recuerdas la velocidad del pasado, la ligereza de un planeta que te abria celestialmente sus puertas, el paso de la ingravidez a la ataxia, pues actualmente apenas puedes arrastrar los pies para alcanzarte, a ti misma. Los meses se acumulan en un edredón cubierto de sudor, y sabes que la mejoría no esta por llegar. Todo tu mundo a cámara lenta. Atrapada entre las costuras que un día te oyeron gemir, tornas tu cuerpo en otra dirección, ¿quizás deseando que la veleta de tu vida se mueva contigo? Pero hay un peso anclado en los tarsos de tus párpados y este hunde tu cuerpo hasta avernos aun no descubiertos. A menudo, escuchas en tu mente el rezo ligero, sordo, casi visceral, para que alguien te devuelva las ganas de comer. Aquellas nimiedades que elevaban las comisuras de tus labios y se mecían en tus pestañas, ya no levantan ni la mas mínima de tus pasiones. Despiertas bañada en interrogantes sobre cómo o para qué continuar intentándolo si el todo y la nada han dejado de merecer motivación. Nada requiere tu sonrisa. Todo está roto. Tampoco posees tiempo para alimentarte, para desear o si quiera llorar, suplido por el infinito camino del sofá a la cama, de la cama al sofá, lento, grácil, infinito. Llevas meses creyendo que se trata simplemente de un mal día, que se hizo eterno, dejo de girar, y la tuerca, el engranaje, tornará a mejores tiempos; porque mereces el mal, el castigo, pero no la sentencia de dios. Interminable, como un grillete que te ancora al infierno terrenal. La misma triste cancion que disminuye tu ánimo atascada en el repeat, en un atisbo de masoquismo justificado, porque ya nada puede ir a peor, un continuo patológico de desastrosos hechos que simplemente no puede desaparecer. La anhedonia, la culpabilidad, la disergia o la incapacidad. Te preguntas, cómo, siendo el principal motivo del ser humano el sentirse amado, podría sucederte a ti, incapaz de querer tus propios bordes. Quién elegiría caminar contigo cuando demoras horas infinitas para tomar la ruta, y una vez vivida, berrea en ti la eterna cuestión sobre si fue lo correcto. Estoy harta de fingir, hastiada del tiempo, del ser humano, de poseer sólo el recuerdo de una mirada que nunca mas me besará las cuencas. Cansada de sobrevivir.
Hasta que de repente, en un espasmo dinámico, alzas tu cuerpo en busca del mundo exterior. Lo denominan alegría patológica, porque el cambio de piel es injustificado y fugaz; ansias volar, reír, y disfrutas cada nimiedad como si el mundo entero diese vueltas a su alrededor, y el entorno, que antes se preocupó desmesuradamente por tus llantos secos, ríe ahora contigo.
Eres una montaña rusa de explosivos, lo que nada entre tus vértices se adapta a la transformación alterna de tu alma, la metamorfosis de Ovidio hecha carne. Te ves repleta de todo; alguien que te agarre las nalgas y te susurre, dinero suficiente y la inteligencia precisa como para no saltar al precipicio, que antes se imaginaba inefablemente oscuro. Mirarte al espejo y sonreír. La plenitud, la satisfacción y el climax. Llorar con el beso de una madre a su más preciado apéndice. Es una nube. Es un día soleado todos los días. Y por las noches fantasear con el cronómetro a cero. Besar sin miedo. Besar con ganas. Enamorarte de una, de dos, de tres almas, e idealizarlas hasta vomitar. Viajar es nutrientre, con sus inmensos parajes, las nuevas caras, las conversaciones absurdas en la carretera, preguntas inmortales que nunca te atreviste a realizar, ver el Sol nacer en cada una de sus perspectivas, el mar de lejos, o desde sus adentros. Llora por reír. Y piensas: "Ojalá nunca se acabe este abril".
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